Dame la mano
No sabía qué
hacer, caminaban muy deprisa; quería llorar, parar, tirarme al suelo, gritar,
quería detenerlos.
Mi hermano el
menor tenía 2 meses de edad, mi mamá se recuperaba de un embarazo complicado “preeclampsia”, regresaba a su rutina. La
había notado molesta, triste y decepcionada; creí que era porque aún le dolía
su cuerpo y mi hermanito siempre estaba llorando.
Ese día se
arregló, se puso una blusa blanca con motitas de colores, pantalón ajustado de
mezclilla azul y unas botas negras. Una mujer guapa, ojos grandes y
expresivos, cabello negro a la altura de los hombros y ondulado, nariz recta,
labios delgados afinadamente delineados, color de piel oliva, complexión
fuerte, no se notaba que apenas 2 meses atrás su cuerpo lo ocupaba también otro ser
humano. La alegría era la emoción que la caracterizaba. Para mí, la mujer más
perfecta, hermosa, inteligente y enérgica.
Envolvió a mi hermanito
en una cobija amarilla y se lo cargó con un rebozo gris. No recuerdo que vestía
yo, aunque conociéndome seguramente llevaba un pantalón corto, una playera y
zapatos negros de correa.
Yo pensé que
iríamos al negocio de mi papá. Tomamos el transporte en esa dirección, pero
caminamos más de lo habitual. Entre más avanzábamos, más notaba su dolor oculto
en furia.
Quería decirle
algo, preguntar qué pasaba y a dónde íbamos; nunca pude externar mis sentimientos.
Fui una niña introvertida. Tenía un oso panda de peluche más alto que yo,
heredado de mi hermana mayor, era mi compañero de juegos. Yo andaba en
bicicleta en el patio todas las tardes. Siempre hacía el experimento de querer
convertir mi leche con chocolate en una barra (el sol y el congelador nunca ayudaron).
Ponía atención en el preescolar, aunque la mayoría de las veces me aburría, no
concebía porque a los demás niños (mayores por un año o más) se les dificultaba
entender las explicaciones de la profesora.
Al fin llegamos,
era una tienda, la fachada estaba despintada y el interior era
azul, tenía barrotes y una abertura donde se hacían las transacciones, afuera
un pasillo con algunas rejas de refresco y botellas de vidrio; no entendía
porque la excitación de estar ahí.
Mi padre fue un
hombre educado a la antigua: serio, respetuoso, mesurado, poco cariñoso pero
detallista. Nunca supe su estado de ánimo, su semblante era el mismo sin
importar la situación. Siempre olía bien, no importaba lo largo de su jornada laboral,
su perfume perduraba. De él herede el lunar del lado izquierdo de la cara, cerca de la nariz; se
caracterizó siempre por tener un bigote negro perfectamente acicalado. Era un
hombre atractivo que por su carácter fuerte y personalidad interesante atraía
las miradas de las damas y el respeto de caballeros.
De ella no
recuerdo nada, no sé quién es, no supe su nombre, ni edad, ni a qué olía.
Mi mamá lloraba,
tomó una botella de vidrio y la lanzó por entre las rejas de la tienda. No
sabía que tuviera tan buena puntería. Después la cara de esa mujer se llenó de
sangre.
Posteriormente
recuerdo que caminábamos deprisa los 3, yo iba detrás de mi
mamá, en esta ocasión mi hermanito no lloró y permaneció
tranquilo, él sabía que mi mamá necesitaba su apoyo. Mi papá iba a su lado. Su
rostro expresaba rabia. Pero ninguno de los dos externó palabra. Yo trataba de seguirles el paso, pero tenía que correr
un poco para poder alcanzarlos.
Mi papá recordó
que alguien iba detrás de ellos dos. Volteó. Extendió el brazo y dijo: “dame la
mano”.
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